martes, 30 de septiembre de 2008

La historia de Andrés, Juana y algunos más

Parece mentira. 81 años de vida, de sacrificio, de lucha por sacar a una familia adelante y uno termina aquí, en una residencia de ancianos. Que palabras más feas “residencia de ancianos”. Que lugar menos residencial y tan terminal.

A priori, este es el pensamiento de la mayoría de nosotros, gente joven, llena de vida todavía que ve la tercera edad como algo aún lejano, inalcanzable quizás. Una edad lejana que es una realidad para Andrés.

Andrés, un joven de 81 años que vive en una residencia a orillas del mar, en una isla; ese trozo de “continente” en medio del océano que tanto le ha dado y en el que tanto ha perdido, como a Juana.

Juana, esa muchachita joven, pizpireta, llena de vida también que se levanta cada mañana para ir a trabajar a la factoría de pescados.

Radiante y feliz sale de su casa en el Barranquillo de Don Zoilo. Fuera la espera su prometido, ocho meses hablando dicen que llevan. Bajan la calle juntos, uno al lado del otro se miran cómplices, esperan a doblar la esquina y, como es habitual en aquellos días de mediados de los años 50, se cogen de la mano ahora que ya nadie les ve. Llegan al trabajo en el barrio de pescadores de Guanarteme; es duro el día a día en una fábrica como esta, pero están juntos. Entre jornada y jornada se entretienen hablando de los preparativos de la boda, las fechas, los invitados, el dinero que no hay, el viaje que no se sabe si se podrá hacer. Así, poco a poco pasan los días hasta ese instante, el día mas feliz de sus vidas.

Un rumor corre por el barrio de Schaman, la calle Pedro Infinito se llena de gente que clava los ojos y murmuran al paso de Andrés. La tía Pino lo sospecha, lo sabe; tal vez con esa certeza que sólo te da la edad, la experiencia de vivir en un barrio obrero, las veces que ha visto la vida pasar y cambiar de rumbo o la suma de todos esos factores en la piel de una mujer. Juana está embarazada, le dice la tía Pino a Andrés, esa chiquilla te va a traer problemas. Él, seguro de sí mismo, no hace caso de rumores.

Una mañana más se levanta para ir a trabajar, pero no es un día cualquiera, es ese día, el momento en el que Carlos, el hermano de Juana, no aguanta más el corretear de los rumores y lo espera en la puerta de su casa. Andrés, tenemos que hablar, le dice Antonio. Él, que hasta el momento no hacía caso de rumores, siente un sudor frío que le recorre el cuerpo y no hace otra cosa que recordar su conversación con la tía Pino.

Caminan juntos en dirección a la casa del Barranquillo a la que igualmente habría de ir a buscar a Juana, pero esta vez es distinto, va acompañado de su hermano, del desconcierto y de la vergüenza. Ella lo está esperando ignorando que se está precipitando lo que sabe que tarde o temprano tendrá que suceder. Juana sale al encuentro de Andrés y al ver a Carlos se queda quieta, pálida. La mezcla entre arrepentimiento, vergüenza y alivio que siente de un plumazo le hace saber que ya ha llegado el momento de dar explicaciones. Juana dile a tu hermano que yo no te he tocado, balbucea un nervioso Andrés. Ella, bebiéndose las lágrimas, sólo puede asentir con la cabeza.

La hermana mayor de Juana, está casada en segundas nupcias con un viudo, padre de un joven apuesto y algo alocado que vive en la casa familiar. La vida familiar es complicada. La convivencia y el afecto hacen confundir muchos sentimientos, muchas necesidades físicas que nunca fueron bien vistas a mitad del siglo pasado. La libertad sexual y la normalización de los métodos anticonceptivos aún tardarían mucho en llegar. Ahora vienen las responsabilidades, la absurda idea de la boda como solución universal a los “múltiples problemas” de la libido descontrolada.

Andrés, compuesto y sin novia, sólo puede ver pasar la comitiva nupcial. No ha pasado mucho tiempo desde que se precipitaron todos los acontecimientos. Hay que solucionarlo antes de que se empiece a notar, son las palabras más pronunciadas en la casa de Juana. Él, sin embargo, no puede escuchar nada de la boda sin sentirse vacío, traicionado. La desesperación del no saber qué hacer lo invade cada mañana en la factoría, a la que llega solo. La vida continúa, dialoga consigo mismo, tengo que seguir mi camino.

Nueve meses más tarde la alegría de la decisión tomada cobra tintes amargos. Juana no lo supera y lo que esperaba fuera el comienzo de una nueva vida se convierte, trágicamente, en el final de la suya. El niño crecerá al cuidado de su tía sin conocer a su madre, sin nadie que le hable de Andrés, de aquellos días en los que bajaban felices, cogidos a escondidas de la mano hasta la fábrica de pescados. Cosas de la vida.

Y ahora aquí, en la tercera planta de su nuevo hogar, Andrés, este jovenzuelo de 81 años recuerda nostálgico a su primera novia, Juana, con la que pudo tener una vida distinta, feliz quizás, pero sin cuya pérdida no podría haber conocido a su mujer, ni haber tenido a sus hijos, ni disfrutar con el cariño de sus nietos que, hace sólo dos días lo visitaron en su última habitación.

Para disfrutar de la vida, de sus sin sabores, de su alegría, no queda otra cosa que vivirla, caminarla y llegar feliz a esa edad, la edad de la contemplación.

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